martes, 12 de julio de 2011

Un domingo cualquiera

Salió a la calle como cualquier otro domingo por la mañana, intentando estar relajada y pensando que tenía el día libre, pero con toda una retahíla de preocupaciones en la cabeza porque al día siguiente ya sería lunes otra vez. ¡Malditos lunes! Los odiaba con todas sus fuerzas. Marcaban el inicio de la rutina y el fin de la diversión que proporcionaban los fines de semana. ¿Diversión? Hacía tiempo que Beatrice había olvidado qué era divertirse. Pasaba los días de fiesta sola, encerrada en su habitación. Ni siquiera recordaba si tenía el teléfono móvil encendido o apagado. Total, ¿Quién se iba a molestar en llamarla?

En realidad, había recibido algunas llamadas en los últimos días, pero nada intrascendente. Mamá, que le preguntaba qué tal todo en el trabajo; su padre, que intentaba sin éxito recuperar la relación con ella por enésima vez; Annika, la única persona a la que parecía importarle mínimamente; y una compañía telefónica que había contactado con ella en hora intempestiva y que lo único que logró captar fue un grito furibundo. ¿A quién se le ocurría despertarla cuando recién había conciliado el sueño?

Su gato, Balk, era su única compañía. Pocos días después de mudarse a aquella obsoleta y solitaria casa, mientras caminaba por el silencioso y agreste bosque que rodeaba su nuevo hogar, lo encontró por el camino, moribundo y tiritando de frío. Tenía ante sus pies a una pequeña bola de pelo negra, que apenas tendría una semana de vida. Se encontraba indefensa y hambrienta, y con una esperanza de vida nula si nada sucedía inmediatamente. Beatrice no sabía qué hacer, pero jamás se habría perdonado abandonar a su suerte a aquel diminuto felino. Se agachó e intentó cogerlo, pero el pequeño se hizo un paso atrás. ''No tengas miedo'', le susurró, acompañado de una tímida sonrisa. El pequeño le contestó con un leve maullido, el primero que emitía desde que se habían encontrado. Se quitó la bufanda que llevaba en aquel momento, envolvió al animal, que se quedó hecho un ovillo al sentir el contacto con la suave lana acariciando su fino y todavía escaso pelo, y lo recogió en su regazo. Al llegar a casa corrió a la nevera, sin perder de vista al pequeño bebé, que permanecía inmóvil en el sofá y todavía acomodado en aquella cálida lana escocesa. Lo alimentó como pudo, con un poco de leche que ella misma intentó suministrarle con una cucharilla. Repitió la operación tres veces durante varios días y poco a poco comprobó cómo el pequeño iba haciendo buena cara y aspecto. De hecho, crecía a un ritmo vertiginoso.

Aquel domingo por la mañana el sol brillaba altivo y con soberbia, algo que en aquel recóndito lugar no solía ocurrir con demasiada frecuencia. La nieve, amontonada en los bancos y puentes y esparcida por las cubiertas de las casas, empezaba a deshacerse con celeridad. Beatrice adivinó (Y acertó) Que al día siguiente el frío habitual regresaría y que la nieve volvería a golpear con fuerza contra los cristales y todo aquello que se encontrara en el exterior. Así era el clima que podía respirarse habitualmente por aquellas tierras nórdicas: frío, nevoso, austero. Sin embargo, todos aquellos parajes gozaban de una belleza incomparable e invitaban a perderse en ellos.



Era un domingo soleado, pero era un domingo cualquiera. Todo seguía igual, y difícilmente lograría que las cosas cambiaran ni siquiera ligeramente...


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