domingo, 4 de diciembre de 2011

En una vida (narración breve)

Hoy me apetece compartir con vosotros algo que escribí hace aproximadamente un año y medio, con motivo de la fiesta de Sant Jordi. Iba a 2º bachillerato, presenté esta historia en un concurso literario de mi colegio y gané un premio. ¿La clave del éxito? Lo tengo claro: Milán. Ambienté mi historia en esa maravillosa ciudad. Me inspiré mirando fotografías y recordando momentos que viví en las vacaciones de 2008, en las que tuve el placer de visitar tanto Milán como Venecia. Me enamoré de ambas ciudades. Sin embargo, Milán me pareció un lugar perfecto donde vivir. Por eso me inspira tanto. Por eso, en cierto modo, le dediqué una historia. No será una historia fascinante, es una más... pero la escribí con mucha ilusión. Desde entonces que he caído en un gran vacío existencial y no me veo capaz de escribir una narración mejor. Necesito ayuda, inspiración... un ''muso'', tal vez. A modo de ilustración, he decidido añadir algunas fotografías que tomé durante mi viaje. Las he retocado un poco con Pixlr-o-matic, Adobe Photoshop y/o PhotoScape. Espero que os gusten.

En fin. Sin más preámbulos, aquí la tenéis. ¡Se aceptan críticas!


En una vida


Su cuerpo reposaba lánguidamente entre las sábanas blancas. Estaba despierta, pero no tenía ganas de levantarse. Quería quedarse así, en cuclillas, abrazando su cojín mientras transcurría la jornada matinal. Cada día le pesaba más, frecuentemente sentía una fuerte carga sobre sus hombros que le hastiaba. Se lavó la cara con agua fresca y se dio cuenta de que aquellas pequeñas arrugas que ahora estaban dibujadas en su rostro no las había visto anteriormente. ‘‘¡Los años no perdonan, Elisabetta!’’ exclamó. Y de repente se dio cuenta de que había vuelto a usar aquel nombre para referirse a ella. Elisabetta Veraldi, un nombre con el que había llegado a la cima y que más tarde cayó en el olvido.

Elisabetta o Laura Di Maria había estado llena de complejos desde siempre. Incluso cuando decidió cambiar su nombre de pila cuando un director de cine norteamericano se interesó en ella después de verla interpretar en el Teatro Alla Scala de Milán, su ciudad natal, uno de los clásicos que a ella más le gustaban: Antígona. Incluso aquel gran día que marcó el fin de un ciclo y el comienzo de otra etapa de su vida, aquella inolvidable noche en la que escuchó aquellos pequeños golpes en la puerta de su camerino para anunciarle una de las mejores noticias que había recibido jamás… incluso entonces, no sabía quererse a sí misma. Se sentía amada, respetada, codiciada e incluso envidiada. Pero le faltaba lo más importante: el amor. Estaba obsesionada con encontrar el hombre de su vida, lo buscaba, creía haberlo encontrado y lo perdía.

Tomó una taza de café, se vistió con lo primero que seleccionó del armario y salió a dar un paseo por la ciudad que la vio nacer y sumirse en tantas victorias y fracasos. Recorría el centro de Milán buscando la belleza en la cotidianidad del paisaje. Se introdujo en la Piazza Duomo y durante unos minutos observó absorta la colosal catedral, saboreando la delicia visual que tenía ante sus ojos. Le gustaba su magnitud y su infinidad de detalles, pero lo que más le llamaba la atención era aquella Madonnina policromada que parecía que observase el horizonte desde lo más alto. Para ella simbolizaba la más pura libertad de espíritu y a su vez le hacía notar cierta autoridad sobre los que transitaban aquella plaza llena de historia. Acto seguido entró en la Galería Víctor Manuel II, lugar poco frecuentado por ella en los últimos años de su vida. Descubrió que no había cambiado considerablemente, las tiendas más tradicionales seguían haciendo negocio junto a otras incorporaciones que aterrizaron posteriormente. Recorrió con la mirada toda aquella calle techada con una enorme cúpula que a su vez albergaba bellas representaciones artísticas. Miró una a una todas aquellas encantadoras tiendas, desde las más prestigiosas hasta los pequeños comercios de souvenirs. Y entonces una pequeña lágrima recorrió su rostro.


De nuevo tuvo ante sus ojos aquella pastelería a la que acudió a almorzar durante tantos años en compañía de Valentina, su pequeña. La recordó tan intensamente que por un momento sintió como si todavía siguiera junto a ella, rememoró aquella diminuta criatura de cabellos de oro lacios y ojos almendrados que tanto se le parecía. De hecho, todo el mundo le decía que madre e hija eran la misma fotografía tomada en diferentes épocas. Cierto que Elisabetta Veraldi no era partidaria de comer muchos dulces y quería que su hija creciera con un cuerpo esbelto para que posteriormente pudiera incorporarse en el mundo del séptimo arte y gozar del mismo reconocimiento, pero aquello se trataba de mucho más que un simple almuerzo. Era reunirse con su hija tras pasar un tiempo determinado fuera de casa y del país, recuperar la fuerza que perdía después de cada rodaje, regalarle a su hija pequeñas delicias que ella disfrutaba con todos los sentidos mientras la chiquilla le regalaba divertidas imágenes, hundía sus deditos en aquellos dulces pasteles que acostumbraban a ser de chocolate, de fresa o de naranja para después relamerlos apetitosamente. Y cuando veía a su madre reír, ella reía todavía más. ‘‘Mamá, no quiero verte triste’’, le decía siempre. Pero Laura Di Maria, entonces Elisabetta Veraldi, no había tenido una vida fácil.


Entró en la pastelería y volvió a comprar una pequeña delicia después de tantos años. Mientras el joven que la atendía envolvía minuciosamente el pastelito, miró a su alrededor. Observó aquellos mostradores contenedores de una gran variedad de confitería, cinco lujosas lámparas de cristal que colgaban del techo y varios jarrones de cerámica que acogían orquídeas y cañas de bambú. Aquella combinación clásica y exótica tan distintiva dotaba de singularidad al establecimiento. Una vez pagó salió de allí y siguió caminando hasta llegar a la otra punta de la galería, que conducía a la Piazza della scala, donde se encontraba aquel teatro que un día ella hizo suyo. Donde aprendió a triunfar en la vida y donde conoció a aquel efímero amor que dio como fruto a la única hija que tuvo. A menudo ella se preguntaba qué habría sido de aquel hombre que un día le prometió cuidarla para siempre y que de repente empezó a malvivir, pasándose los días de bar en bar y más tarde agrediéndola. Pero más allá del dolor moral y físico, lo que más le dolía era que su pequeña tuviera que presenciarlo. Cuando sucedían todas aquellas crueldades cogía a su niña y se la llevaba con ella a casa de una gran amiga que ahora acababa de hacer dos años que había fallecido. Allí estaban a salvo. Pero la noticia saltó a los medios y él fue encarcelado. Nunca volvió a saber nada de aquel amor fallido que le regaló al ser al que más amor le había volcado.

La actriz llegó a comprender que no había nada más grande que el amor maternal. Las relaciones pueden romperse, dejando heridas profundas en las personas, a menudo irreparables, pero el afecto hacia alguien que era carne de la propia carne era inmedible. A pesar de la bonita relación que mantenían aquella madre y aquella hija, todo fue deteriorándose con el inquebrantable paso de los años. Los problemas comenzaron cuando Valentina cumplió los trece años y empezó a desobedecer a su madre. No quería acatar sus normas y quería saber dónde estaba su padre para irse con él. Ella le decía que eso no era posible, que su papá había estado muchos años en la cárcel y que desde entonces no se sabía nada de él. Y su hija no la creía, gritaba histéricamente que mentía, que ella se creía superior al resto por su profesión. Discutían por todo, ya podía ser por la manera de vestir, porque la adolescente no quería dedicarse a lo mismo que su madre o bien porque ya no era una niña para ir comiendo pastelitos con una madre que según ella no era moderna. Pero un trágico día sucedió algo inesperado y enormemente doloroso: el barco en el que viajaba su hija con sus compañeros de escuela con destino a Barcelona se había hundido y cinco estudiantes perdieron la vida, entre ellos su hija. A diferencia de los otros cuatro cuerpos que fueron encontrados, nunca llegó a descubrirse qué fue de Valentina. La muerte de su única hija fue el puñetazo más doloroso que jamás había recibido, no podía compararse a ningún otro tipo de dolencia, por muy fuertes que pudieran haber llegado a ser las agresiones de su marido.

Después del gran golpe no quiso escuchar más ofertas profesionales, las cuales cada vez ya se habían visto más reducidas. Los medios anunciaban que su momento de esplendor había terminado y que había que dar paso a futuras estrellas que gozaban de mayor juventud y entusiasmo. Ya había perdido la fama por completo, nadie la reconocía por la calle, pero alguna vez había notado cómo todavía alguna persona de considerable edad la observaba atentamente sin mediar palabra.

Entró en su casa y deshizo el envoltorio del pastelito. Lo sostuvo un momento entre sus manos y a continuación empezó a comerlo despacio hasta acabarlo. Ya podía dar todo por terminado. Se asomó al balcón de su casa, con la conciencia tranquila de dejar el mundo habiéndose despedido correctamente de éste, recorriendo sus lugares preferidos y rememorando aquellos buenos momentos con su hija. Por fin iba a terminar todo, aquella pena y aquel dolor acumulado, la soledad de aquellos últimos años de su vida en la que había permanecido errante, sin pena ni gloria y que desaparecería por completo cuando madre e hija volverían a reunirse.

Antes de cerrar los ojos por última vez, observó la calle, con sus gentes que paseaban alegremente y que nada sabían de lo que estaba a punto de suceder. Y de repente, ella. ¿O era un espejismo?

Laura empezó a temblar desconcertada. Entre toda aquella gente que circulaba por la calle vio a una chica de unos treinta años de edad que deambulaba errabunda de un lado para otro, preguntando a los viandantes mientras gesticulaba. Y empezó a pensar que seguramente era una locura concebir la idea que comenzaba a tener en mente, pero decidió pararlo todo y salir deprisa a la calle, tal vez todavía no era demasiado tarde. Bajó los escalones de dos en dos y al salir de la portería tropezó con la chica que andaba buscando. Estuvieron mirándose largo tiempo la una a la otra y la joven suspiró: ‘‘mamá…’’. Y ambas se fundieron en un cálido abrazo después de tantos años de incertidumbre. Sabían que durante los siguientes días tendrían muchas cosas de las que hablar.

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